Jamás me había quedado sin palabras. Jamás había sentido que casa pudieran significar unos brazos abrazándome. Jamás hubiera imaginado llorar en tu clavícula y respirarte mientras me dibujas inconscientemente corazones en la espalda.
Pero ha pasado y solo puedo pensar en tus labios recorriendo mi columna, en tus manos separando mi pelo despeinado. Y qué suerte tienen tus sábanas al rozarte la piel, al cuidarte de tus pesadillas, al calmarte tus gritos. Qué suerte de poder absorber tus lágrimas y hacerlas desaparecer poco a poco.
Me pasearía por cada una de tus células descalza, notando tu calor, tu sudor, notando como tiemblas a cada paso que doy.
No me das ningún miedo, aunque por dentro tenga muchos. No me das miedo porque aunque me mires así, a tu manera, yo sé que también tienes tu manera de mimarme.
Que antes de verme llorar prefieres hacer el idiota. Y cuánto nos gusta serlo mientras trazamos mundos con nuestro movimiento de cadera. Que he aprendido a chillar ahogándome en las curvas de tu cuello mientras te beso.
Pienso subirme contigo a cualquier tren a cualquier hora, coger algún camino distinto y encontrarnos. Huir de los lugares, perdernos en una ciudad al azar, buscar libros, y encontrarnos el uno al otro.
Mirarte a los ojos, besarte los parpados y secarte las lagrimas que no quiero que derrames. Abrazarte las heridas, lamer tus cicatrices y acariciarte el alma. Agarrarte fuerte del pelo, arañarte en el extasis la espalda y entonces, volver a empezar de cero.
Soy (tu) princesa, encantada.